El ladrón de bicicletas (1948). Vittorio De Sica.
1948, la ciudad de Roma se prepara para dar los primeros pasos hacia su reconstrucción tras los demoledores procesos llevados a cabo a lo largo de toda
De Sica nos presenta una ciudad derruida no solo física, sino moralmente, al parecer darse por vencida en su mejora limitándose simplemente a sobrevivir. Precisamente sobrevivir es lo que lleva a Antonio Ricci, un padre de familia, a buscar trabajo desesperadamente, puesto que finalmente consigue como cartelero municipal. A raíz de todo esto, el autor que se inició en el campo de la dirección con Rosas escarlatas (1940), plantea una situación que en un principio puede parecer la salida a la situación de adversidad que amenaza a esta modesta familia italiana. Sin embargo, y como solo saben recrear los grandes, el arranque se ve transformado, por un revés en la historia, en una obsesión por recuperar lo perdido, por el ansia de reafirmar lo que se cree justo, a medida como de nuevo vemos cómo acaba convirtiéndose en un dilema moral sobre las acciones destructivas que acaban por dominar al hombre en su propia conducta producto de una situación de desesperanza.
Ésta es una película que trata la desilusión, la hipocresía, la falsa indiferencia frente al desastre que envuelve a la sociedad del momento, al tiempo que permite la extrapolación a la situación que envuelve a la ciudad, que pasa así a convertirse en un personaje más dentro del film. De Sica sigue así con la estética y el tratamiento que ya había iniciado con El limpiabotas, otro de los filmes que junto a Umberto D, consolidaron al director dentro del neorrealismo, al contar al mismo tiempo con la figura de Cesare Zavattini en un diálogo convincente capaz de resumir el dilema moral que se plantea en esta adaptación del libro homónimo de Luigi Bartoloni.
Y es que ambos han sabido adecuar la técnica y el tratamiento no solo a la historia, sino al tratamiento que de ella llevan a cabo sus autores, envolviéndola suavemente de continuas metáforas sobre la decadencia no solo del ser humano, sino de toda una generación que creció impotente frente a la apatía generalizada en un mundo que parecía estar acabado.
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