martes, 30 de enero de 2007

Satie, un artista incomprendido.

Erik Satie







Si tuviese que describir un rasgo del ser humano que haya logrado mantenerse tras largas generaciones, sería la banal o mentecata capacidad de no saber reconocer a determinados genios en sus respectivos tiempos.

Ya desde Sócrates comenzábamos a comprobar como un comportamiento sobresaliente era considerado una pérdida de tiempo, o peor aun, como una consecución de actos incívicos que pondrían en peligro la armonía a veces inexistente de la sociedad. Aun siendo obligado a acabar con su vida como represalia a su supuesta locura, el padre de la filosofía consiguió dejar su pensamiento como un importantísimo legado capaz de soportar los pilares de todo idealismo filosófico.

Al de Sócrates le siguieron una serie de genios incomprendidos cuyas vidas, dedicadas a la mejora o a la propia reflexión sobre el mismo ser, se vieron truncadas sin recibir un mínimo de reciprocidad frente a todo lo que lograron descubrir. No era más que el miedo a la sabiduría y a la toma de conciencia sobre el propio ser lo que impulsaba dicho rechazo, proponiendo como solución la creación de una armadura que hiciese oídos sordos a cualquier manera de vivir que impulsase al hombre a orientar conscientemente sus propios pasos. Por tanto, el miedo como motor de la desacreditación de unos estímulos capaces de estremecer con casi la misma fuerza a lo largo de los años, es la única explicación que puedo encontrar a las continuas críticas con las que Satie tuvo que aprender a vivir, sin abandonar, claro está, y la persistencia puede ser su rasgo definitorio, su faceta creadora.

Durante toda su vida, marcada por la inestabilidad, tuvo que hacer frente a las constantes críticas que describían su savoir faire como carentes de estructura y sentimiento. Abandonando sus estudios en el Conservatorio de París en dos ocasiones por la falta de apoyo por parte del profesorado, prefirió crear por su cuenta toda la serie de obras que hicieron de su repertorio una variada amalgama de temáticas que impulsaban directamente al subconsciente. Surgen sin embargo de esta época las Gimnopedias, las Ogives o las Gnossiennes que no le reportaron el reconocimiento esperado, viendo reducido su ámbito de creación al mundo del cabaret, donde realizó versiones de grandes temas a piano, un instrumento que como su padre, Alfred Satie, aprendió a considerar una parte más de su propia mente. Toda la música de cabaret fue rechazada por él mismo, aunque se sirviese de uno de ellos, Le Chat Noir, como nexo con otros artistas parisinos de la época que lo mantuvieron en un ambiente bohemio y renovador que lo caracterizaría hasta el final, aunque fuese la música de motivos religiosos lo que declararía como su verdadera naturaleza.

A pesar de todos los desequilibrios a los que tuvo que hacer frente, Satie consigue cierta estabilidad a partir de 1905, año en el que, cansado de su poca valoración entre el público entendido de la época, consigue su primer título en la Schola Cantorum con el fin de limar aquellas malas estructuras que le otorgaban. Se da vida desde entonces a un Satie no solo músico, sino también periodista y actor, llegando a aunar dos de sus pasiones, la música y el cine, en su colaboración en la obra de René Clair, Entreact (1924), diseñando toda una banda sonora propia del más surrealista de los músicos de la época, dando salida a una necesidad creadora que llegaría a influir en otros grandes como Ravel.

Gran parte de la obra de Satie fue publicada tras su muerte, llegando entonces a conseguir ese éxito que solo otros grandes como él supieron verle, demostrando una vez más que somos incapaces de reconocer a un genio dentro de nuestro tiempo. Locura suele ser el adjetivo que más le otorgan los que no se detienen a observar cierta sensibilidad que, como en la obra de Satie, abunda en cada melodía en la que supo disimular cada parte de su vida, cada parte de su alma, cada parte de su ser.

6 comentarios:

Anónimo dijo...

M A G N I F I C

Anónimo dijo...
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Lucía del Ara dijo...

Me temo que esto está tomando un cariz que no pillo...

Anónimo dijo...

Es un error lamantablamente muy frecuente identificar el exito con el reconocimiento público. ese tipo de logro no es rasero para medir la magnitud de una obra. Satie es uno de tantos autores que, fieles a un ideario personal intransferible y pese a las penurias físicas y morales a las que se vio expuesto, alcanzaron uno de los mayores premios, el divino fracaso. sus gnosiennes me emocionan como pocas cosas lo hacen.

Seguire posteando cuando tenga más tiempo. ENHORABUENAPOR EL BLOG ES EXCELENTE. UN BESO TROYA

Anónimo dijo...

No hay que ser necesariamente genio para ser incomprendido. Nosotros los artistas, gastamos años, sacrificamos relaciones, lloramos a solas, oprimidos por la indiferencia y la presión de tener que pagar un alquiler para seguir pintando, eso, si hemos comido antes. ¿porque seguimos ese masoquismo?
Porque es nuestra identidad, nuestra manera de ser y sentir, pero con ello, pareciera que no logramos nada.

Anónimo dijo...

No hay que ser necesariamente genio para ser incomprendido. Nosotros los artistas, gastamos años, sacrificamos relaciones, lloramos a solas, oprimidos por la indiferencia y la presión de tener que pagar un alquiler para seguir pintando, eso, si hemos comido antes. ¿porque seguimos ese masoquismo?
Porque es nuestra identidad, nuestra manera de ser y sentir, pero con ello, pareciera que no logramos nada.