Persistencia de la memoria, Salvador Dalí (1931)
Y si me dicen que estoy loca, deberé de alguna forma agradecerlo, por aquellos que sabemos que en los locos está la felicidad. Locos porque no atendemos al tiempo, locos porque jugamos a inventar otros mundos, locos porque logramos evadirnos por las compuertas de la imaginación, con la simple intención de demostrar que hay vida más allá de esta “realidad”, la de los sueños. Para ello hacemos de nuestros ojos una ventana por la que nuestra mente puede respirar e imaginar que puede existir un lugar donde se duerme en nubes y se comen moscas, donde se dan rienda suelta a los verdaderos sentimientos que anidan en nuestra cabeza. Sin darnos cuenta, todo tiene cabida en este nuevo mundo del que nos alejamos por el miedo a sentir infinitas emociones, no siempre es fácil volver de ese otro mundo.
El tiempo, la dependencia del hombre a este concepto abstracto se ha convertido en uno de los temas de mayor preocupación filosófica a lo largo de la historia, y es que ¿Quién podría decir qué es exactamente eso que llamamos tiempo y que adoptamos como guía categórico de nuestros actos?
Todo esto sirve como punto de unión para entender la obra de Salvador Dalí, cuya figura de genio narcisista no trató más que pronunciar la obsesión de un autor que defendía la libertad en la expresión de los sentimientos e impulsos, protegiendo siempre ese arte provocador frente al espectador complaciente de la época que tanto detestaba.
Al contrario de lo que ocurría con artistas hoy valorados, pero poco tomados en cuenta en sus respectivas fechas, la admiración de la obra de Dalí nacía de una personalidad ególatra, que supo transformar en la mejor de las armas frente a los que solo vieron en él a un loco excéntrico cuya única finalidad era llamar la atención Esta finalidad fue la que llevó a Dalí a dotar a su obra de un carácter cercano a lo bufonesco como también llevaron a cabo otros “satanistas” como Sade o Baudelaire, que encontraron en lo ridículo una forma más de crítica social. No solo lo ridículo tenía cabida en la obra daliniana, sino que el uso de elementos antiestéticos fueron convirtiéndose en rasgo habitual a lo largo de una obra que, para bien o para mal, nunca pasó inadvertida. Y es que desde su juventud, ya demostraba su necesidad de destacar el arte a lo puramente estético, a través de unas composiciones surgidas de las propias obsesiones del autor.
El tiempo como una cárcel a la que el hombre está destinado, compone el eje central no solo de esta gran obra, que influiría en otras posteriores como Galatea de las esferas (obra sublime donde las haya), sino que acaba convirtiéndose en un carácter recurrente en Dalí. Es esta visión del tiempo, la que también podemos asociar a la figura omnipotente de Gala, la única mujer a la que dedicó su vida, de cuya relación surgirán otros de los rasgos definitorios de su obra.
Con una técnica brillante hasta el punto de llegar a rozar la pedantería, brindó gran parte de su interés a realzar lo desagradable, lo obsceno e incluso satánico en ocasiones, que lograban influir directamente en un público no muy habituado a contemplar metáforas plagadas de ideas sádicas, sexuales y masoquistas que denotaban la personalidad neurótica y compulsiva que predominaba en su vida. Y es que la obra de Dalí, está empedrada de símbolos que influían directamente a los instintos primarios del hombre, como medio para airear todos aquellos pensamientos que revelaban esa cierta represión que el artista se auto-imponía en presencia de esa musa que le inspiró gran parte de su obra, a pesar de que muchos críticos viesen en ella un freno en el carácter abierto del propio Salvador.
Sea como fuere, Persistencia de la memoria, es un claro ejemplo de las preocupaciones fundamentales de un Dalí que supo hacer de su amor, su vida, de su vida, su obsesión y con ello, toda una carrera dedicada al Arte como medio de expresión de lo prohibido, de lo moralmente incorrecto, de lo que en definitiva tan solo se atrevió a vivir en sus sueños.