– ¡Cuánto tiempo! Y tiene que ser aquí, en la
entrevela de mis sueños. Cuántas cosas de las que hablar, que contarnos, que
revelarnos. No tiene sentido empezar
esta conversación con un “qué tal”. Sería una pérdida de tiempo en esta nueva
oportunidad de reencontrarnos. Ya te veo bien, has conservado como nadie tu
blanca tez infantil, aunque tus ojos cuentan con una madurez extrema. No
obstante, qué más da todo esto, tengo tantas cosas que decirte.
Mientras mi sorpresa se mantenía, él
trataba de tomarse su yogur con cierta parsimonia, mientras de forma extraña,
para él nuestro encuentro no fue de la misma sorpresa. Parecía haberme visto
ayer, y su actitud, guardaba ese dulce aire que desde siempre le conocí, con
una espontaneidad que en pocas personas he visto. Simplemente, me miró, sonrió
y siguió atento a mi charla.
– Ante todo me pesa, nuestra no despedida, el
haber tomado caminos tan dispares sin apenas un adiós. Yo, tuve que quedarme
aquí. Tú, emprendiste un camino del que apenas tú sabes cómo te ha ido. Esa
conversación que no llegamos a tener, aún a día de hoy me pesa. Quizás debería
haberte mostrado mi cariño antes de partir, pero creo que, incluso tú, te
quedaste a la espera. No creas que por eso no me importaste, o que tu nueva
vida no me interesó, quizás me negaba a ese alejamiento forzoso al que el
tiempo nos sometió sin remedio; o quizás, simplemente, no sabía que tu partida
fuese tan inmediata. El caso es que no pudimos hablar, y este encuentro está
siento para mí todo un alivio para el alma.
Veo que te va bien, que has sabido
adaptarte a tu nueva vida. Estoy sumamente sorprendida que, a tu pronta edad,
hayas sabido tomar tan bien las riendas.
– ¿Las riendas? – Sonreíste – Pero, si ni siquiera
sé qué son, ¿cómo las voy a tomar bien?
– Las riendas, no son más que el inmenso camino
que decidiste tomar. Sólo es eso, sólo, que en este caso, quiere decir mucho. ¡Qué orgullo de
hermana pequeña! ¿Has visto qué bien lleva sus estudios? ¡Está creciendo como
nadie, casi es ya más alta que yo. Aún así, ver su risa, me hace recordar la
tuya. Me recuerda mucho a ti y al tiempo que los tres compartimos. ¿Te
acuerdas?
– Me acuerdo de tu terraza, aquella en la que mi
madre nos tenía que dar de comer porque sólo pensábamos en jugar contigo, en
estar cerca de tu madre. Recuerdo tu azotea, y sobre todo tu cuarto, en el que
me ponías a dibujar para que estuviese callado para que así pudieras estudiar.
¡Vamos a jugar al cole! me decías, y yo, como todo lo que hacía contigo, asumía
como algo divertido de lo que disfrutar. Eso es con lo que debes quedarte, con
mi buenos recuerdos de los momentos que pudimos compartir, todo lo demás, queda
ya lejos, y no tiene sentido darle una vuelta más.
– Quizás tengas razón, o al menos, parece bastante
coherente oírlo, pero hay cosas que no podemos dejar atrás, superarlas o
inclusive aprender a vivir con ellas. Y esta es una de esas situaciones. Los
buenos momentos, esos los tengo bien guardados es mi particular baúl que es mi
cabeza, no obstante, se repiten no solo los buenos, sino también aquellos que,
simplemente, no pudieron ser. ¿Aprender a vivir con ellos? ¿olvidarlos? ¿dejar
que pesen en mí? Eso para mí es imposible, e incluso, se han visto reforzados
con nuestro inesperado encuentro. ¿Sabes qué? Tengo que decirte una cosa y es
que, me sorprende que, conservando aún ese rostro, esa forma infantil que te
define, tus pensamientos, tu forma de hablar han madurado incluso más que yo.
Siempre supe que para ciertas cosas fuiste un niño bastante adelantado para tu
edad. Asumiste tu senda impuesta como nadie, y aún hoy, pareces haberte
acostumbrado a ella. Toda una lección la que acabas de darme, pero ya me
conoces, soy difícil de convencer.
-
– No es convencimiento, es racionalizar lo que
vives.
¿Perpleja? Esa no era la palabra que definía mi actitud
frente a la suya, frente a toda esta conversación. Para mí siguió siendo uno de
mis niños preferidos, y me cuesta tanto oírle hablar así. Es como si me faltase
alguna otra explicación para este momento, esta conversación, me faltaba no ver
tanta madurez en su mirada. Supongo que necesitaba ver en él, que sus días allá
donde fue, no lo habían cambiado tanto. Sólo se madura a golpes en la vida, y
quizás esa consistencia al hablar me hacían sentir que el gran golpe de su
vida, acabó por interrumpir la única etapa de la vida en la que se es puro, la
infancia. Pero en ese momento, una mariposa cruzó cerca de su nariz, tiró sin
remedio aquel yogur casi vacío, mientras sonriendo, le vi de nuevo marchar tras
esa mariposa. No se volverá a repetir, lo presiento y aún, me quedan tantas
cosas por contarle…